domingo, 27 de noviembre de 2016

Los nuevos cielos y la nueva tierra
            «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajada del cielo de parte de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo. Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: -Ésta es la morada de Dios con los hombres: Habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y Dios, habitando realmente en medio de ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó» (Ap 21, 1-4).
           
No será un progreso evolutivo
Hasta el Adviento, el Apocalipsis está presente en estos días finales del tiempo ordinario en la liturgia de la Palabra. Siempre nos sorprende con su teología de la historia: la visión panorámica y penetrante de un águila que mueve el Espíritu a modo de pluma para alimentar la esperanza. Porque el final de tantas luchas vislumbra los nuevos cielos y la nueva tierra, todo misterioso para la imaginación pero alimento cierto para la fe.
            La Escritura llama "cielos nuevos y tierra nueva" a esta renovación desconocida del cosmos que vendrá precedida de la transformación del mundo actual. Para el hombre, esta consumación será la realización final de la unidad del género humano querida por Dios al crear al hombre, y para el mundo será la recapitulación de todas las cosas en Cristo. Y el cosmos participará también de la glorificación de Cristo resucitado con una profunda transformación que pondrá de manifiesto la Providencia sabia y amorosa de Dios mediante sus leyes.
            Por la fe sabemos que los nuevos cielos y la nueva tierra vendrán de Dios y no como resultado del progreso humano. La creación entera será perfectamente renovada en Cristo y sujeta a Él, después de la resurrección y del Juicio final: los cielos nuevos y la nueva tierra pregonarán la bondad, sabiduría y omnipotencia divinas. La visión apocalíptica destaca que esos nuevos cielos y la nueva tierra no serán el término de un proceso evolutivo y resultado del progreso humano. Porque los hombres no nos podemos hacer el Cielo, como más o menos confusamente buscan los sistemas materialistas y las ideologías contemporáneas.

Una espera responsable
A lo cual hay que añadir que, según el Concilio Vaticano II « la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios» (GS, 19).
            La Iglesia enseña la realidad de las "postrimerías o novísimos" que acontecen al fin de la vida humana y de la historia. Y su conocimiento estimula más la vida del cristiano al cumplimiento de la personal vocación y la correspondencia a los dones recibidos de Dios. De ahí que se acoja la misericordia de Dios y la practique con todo hombre, pues a un hijo de Dios no le debe mover exclusivamente el temor de sentirse avergonzado en el juicio por ser reprobado al infierno; ante todo tiene que moverle el Amor.
            «Hermanos: estoy convencido de que quien empezó en vosotros esta obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6). El Cielo es un premio a nuestra lucha por ser santos en la tierra. Un premio eterno que no somos capaces de comprender, pero que entrevemos en la revelación que el mismo Dios nos ha hecho: «... Y verán su cara y tendrán el nombre de El sobre sus frentes (...). Y allí no habrá jamás noche, ni necesitarán luz de antorcha, ni luz de sol, pues el Señor Dios los alumbrará, y reinará por los siglos de los siglos» (Ap 22,4-5).

Jesús Ortiz López

http://www.religionenlibertad.com/antes-del-adviento-53350.htm


¿Criogenización o inmortalidad?



En noviembre creyentes y no creyentes recordamos a nuestros difuntos con la persuasión de que no se han roto definitivamente los lazos de amor desde que murieron. Es algo que está en nuestra cultura cristiana y en la misma condición humana. ¿Será acaso sólo un recuerdo, una nostalgia o una fantasía? ¿No será más bien una ventana para divisar de lejos la vida más allá de la muerte? Y aún más ¿en qué consiste esa inmortalidad?

            También se escribe sobre la criogenización de algún cadáver, como el de una niña inglesa de 14 años fallecida en el mes de octubre, pues algunos científicos están convencidos de que en 50 años será posible devolver a la vida a cuerpos que hayan sido criogenizados por empresas que lo cobran muy caro. En cambio otros, consideran que se está vendiendo solo una promesa, un deseo de vivir más allá de la muerte.

            El experto en biomedicina, César Nombela ha escrito que «La vida saludable, los fármacos y otros tratamientos mejoran la probabilidad de vivir más y mejor; nada hay que permita plantear la inmortalidad a través de todo ello».

La fe cristiana en la resurrección
Sin embargo la verdad de fe «Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna» está en otro orden de certeza sustentada en la promesa de Jesucristo recogida en los Evangelios, por ejemplo:  «Dijo, pues, Marta a Jesús: Señor, si hubieras estado aquí, no hubiera muerto mi hermano; pero sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo otorgará. (...) Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre, ¿crees tú esto?» (Juan 11,21-27).
            Creer en la resurrección de los muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana, aunque desde el principio también haya encontrado incomprensiones. El Catecismo responde con precisión: «¿Qué es resucitar? En la muerte, separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción, mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús» (Catecismo, n. 997).

No es una reencarnación
La muerte actual es el fin de la vida terrena y consecuencia del pecado, pero fue transformada por Jesucristo, como enseña el Apóstol: «Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia» (Filipenses 1,21). La novedad esencial de la muerte cristiana reside en que por el Bautismo el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo” para vivir una vida nueva y definitiva, sin reencarnaciones que valgan, como enseña el Catecismo: «”La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin 'el único curso de nuestra vida terrena” (Lumen Gentium, n. 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hebreos 9,27). No hay 'reencarnación' después de la muerte» (Catecismo, n. 1013).
            El pensamiento de la reencarnación viene a ser un sucedáneo del Purgatorio y contradice el ser personal de cada hombre o mujer en su unidad sustancial de alma y cuerpo, así como la fe en la resurrección de la carne, según dicen los obispos españoles: «Las modernas ideas reencarnacionistas no dejan lugar para la gracia de Dios, la única capaz de redimir al pecador y de purificar al justo, porque son incompatibles de raíz con la fe en que el mundo y el hombre son creación de Dios en Cristo. El ser humano, en efecto, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso ni una ni mil “reencarnaciones” bastarían de por sí para conducirle a su plenitud. No es el esfuerzo por salvarse a sí mismo lo que da plenitud al ser humano. Pues es Dios mismo, su vida eterna gratuitamente compartida con sus criaturas capaces de diálogo personal con Él, la que constituye la verdadera plenitud del hombre» (Esperamos la resurrección y la vida eterna, 26-XI-1995, n.21.).

Los dormitorios
En  cuanto al modo hay que tener en cuenta que no se trata aquí de imaginar el proceso, porque pertenece a los planes de Dios, sino de conocer mejor esa realidad y las características que tendrán los cuerpos resucitados. La teología considera que resucitaremos con el propio cuerpo. En efecto, el hombre es un ser en unidad personal, en el cual confluyen una realidad espiritual, que llamamos alma, y una realidad material, que llamamos cuerpo. En esta perspectiva encontramos una de las razones para el respeto al cuerpo, algo que desconoce la ideología de género al tratarlo como un objeto de experimentación y placer.
            En cuanto a la manera de realizarse esta resurrección también podemos distinguir lo que afirma con certeza la fe de lo que es doctrina de los teólogos. De fe es que el cuerpo resucitará de tal modo que pueda decirse que es el mismo de antes de morir; sin embargo se pueden encontrar diversas explicaciones respecto a cómo se realizará esa identidad cor­poral en la resurrección. Cada uno será la misma persona pero de un modo nuevo.
            Cuando se realice la resurrección de la carne, entonces el alma volverá a configurar su cuerpo resucitado, y así el hombre entero o persona recibirá el premio o castigo por sus obras. Por ello la fe nos lleva a respetar piadosamente a los cadáveres, que se entierran en lugar sagrado -sea en una sepultura o en un columbario para las cenizas-, una iglesia o un cementerio (dormitorio, en griego), así como el culto dado a las reliquias de los Santos; ambas son manifestaciones de la fe de la Iglesia en la resurrección del cuerpo.
            Tenía razón el poeta latino Horacio cuando escribía "non omnis moriar": "no todo morirá en mí", para expresar el deseo de inmortalidad que cada hombre lleva en lo más íntimo de su ser. Se resiste a la aniquilación pues no se siente totalmente sometido definitivamente al tiempo ni a la muerte,  lo cual explica sus luchas y sus esperanzas. Son excepción los hombres que apuestan por la extinción y renuncian a dejar algún recuerdo al menos en este mundo.
            Sin embargo la fe católica se proyecta más allá, pues la causa y razón fundamental de nuestra futura resurrección es el mismo Jesucristo, tal como escribe san Pablo a los de Corinto: «si los muertos no resucitan, ni Cristo Resucitó; y si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados. Y hasta los que mu­rieron en Cristo perecieron (...). Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que durmieron. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos» (1 Co 15,16-21).

Jesús Ortiz López
http://www.religionconfidencial.com/tribunas/Criogenizacion-inmortalidad_0_2825717422.html


lunes, 7 de noviembre de 2016

Renacer a la Esperanza

Las cosas no pintan bien tanto en la superficie como en el fondo, y esto afecta a la coherencia con la fe en la vida social y en la omnipresente política. Cabe arroparse con la queja perezosa, o ponerse a trabajar con más brío. Como hace un buen deportista, un agricultor, un pescador, o un cristiano responsable. La Pascua es una ocasión para renacer a la esperanza.

Abrir las puertas

Con estas palabras exhortaba Juan Pablo II al mundo en el comienzo de su pontificado, y así pide ahora el Papa Francisco una Iglesia de puertas abiertas, que salga a la calle. Quien cierra la puerta del alma se queda a oscuras, como el que cierra puertas y ventanas a la luz del día, pues el sol sale para todos y es bien real; sin embargo quien se encierra voluntariamente llega a negarlo y se renuncia a la esperanza. Sin embargo no sería difícil superar esa triste situación abriéndose a la acción de Dios que habla con más claridad de lo que a veces nos parece. No olvidemos que el rechazo al Dios real, no imaginado, no se debe sólo a elevadas cuestiones intelectuales o científicas sino sobre todo a una voluntad individual que se resiste al bien. Hay pocos ateos teóricos pero muchos prácticos.
Parece que el genio de Goethe, aunque no era un hombre ateo, no sentía la necesidad de ser salvado por la fe cristiana, pues no se consideraba un hombre pecador, porque no creía en un Dios personal, como él mismo reconoció. Es una carencia que tienen ahora otras personas que se consideran vagamente religiosas pero no cristianas, y en realidad tienen una fe empobrecida: no se relacionan con Dios ni con su Iglesia que, en palabras del Papa Francisco es la Casa de la misericordia.

El optimismo cristiano

La esperanza es natural al hombre y se encuentra reforzada en los creyentes como virtud o don de Dios que quiere para todos la bienaventuranza o vida divina, y ofrece los medios de la gracia para alcanzarla. Descubrimos así la importancia de confiar en los demás, en los instrumentos de Dios como son los sacramentos y la misma Iglesia, como apoyo para el camino y garantía de llegar a la meta del Cielo bien acompañados. En otras palabras, la esperanza es el optimismo cristiano, que garantiza el futuro sin vuelta atrás y un presente equilibrado con una paz que el mundo no puede dar.
La vida cristiana ha sido comparada tantas veces con el deporte porque también exige sacrificios para alcanzar una meta que vale la pena y trasciende este mundo. Hay que evitar la respuesta tibia ante la llamada a la santidad; el camino mediocre de quienes no desean enfrentarse a Dios pero tampoco quieren exagerar en la vida cristiana. Porque siempre habrá que luchar contra las malas inclinaciones de soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza que se pueden vencer con la ayuda de Dios. La Pascua es una llamada a vivir con una esperanza más segura porque Dios derrocha sus gracias a quien se le acerca con un corazón contrito, convencido de que así puede cambiar las sombras de su vida presente[1].

Pequeñas y grandes esperanzas

Como decimos, la sociedad actual presenta signos de haber equivocado la esperanza y de caer en la desesperanza, en la medida en que pierde el sentido de las realidades últimas y de su destino eterno en Dios. El Papa emérito Benedicto XVI hacía un análisis profundo de la situación histórica para enseñar con su magisterio el camino de la verdadera esperanza, porque los hombres no podemos vivir solo de las pequeñas esperanzas terrenas.  Porque el progreso científico y el bienestar social actúan muchas veces como narcóticos que alejan de la realidad y generan nuevos problemas. Como la pérdida del sentido de la vida, el trabajo absorbente como peldaño para el triunfo personal en detrimento de otras facetas más importantes (el matrimonio, los hijos y la familia). También se añaden, entre otros, los problemas del desarraigo, la emigración, el hambre y la pobreza, la soledad, el creciente número de suicidios, la violencia juvenil y el terrorismo. Podemos decir que una sociedad sin valores es una sociedad sin futuro.
El sacramento de la Reconciliación, la Confesión, tiene una gran importancia para mantener viva la esperanza grande. Decía san Juan Pablo II que sería presuntuoso pretender recibir el perdón prescindiendo del sacramento instituido por Cristo precisamente para el perdón. Y ahora el Papa Francisco dice lo mismo en el reciente libro-entrevista realizada por Tornielli, titulado «El nombre de Dios es misericordia»: «Cuando se experimenta el abrazo de misericordia, cuando nos dejamos abrazar, cuando nos conmovemos: entonces la vida puede cambiar, pues tratamos de responder a este don inmenso e imprevisto».

Dios y la rapera

Siempre se puede volver a Dios, como reconocía aquella rapera, Blanca, que ha creado el grupo Portavoces del Cielo. En una entrevista reconoce que aquello «Era pura soberbia, en plan venimos de lo alto, sin nada que ver con la religión». Pero en la JMJ en Colonia empezó a conocer a Dios más de cerca; tenía algo de fe aunque creía en un Dios que estaba en lo alto, que no tomaba parte en mi vida de forma tan directa, personal.
Dice que el rap también puede ayudar a hacer oración: «Las letras, claro, tienes que escribirlas. Y eso te obliga a meditar». Aunque también le gusta el canto gregoriano porque piensa que hay sitio para todo tipo de ritmos. Por ejemplo dice que en una exposición del Santísimo «no te vas a poner a rapear; no pega en un momento tan solemne, tan recogido». Su canción Talitha Qumi está basada en el Evangelio, en el pasaje de la hija de Jairo. Empieza así: «Levántate niña/ alégrate oveja… Me gusta la figura del buen pastor. Ovejas sí, borregos no». En resumen considera que «Si llevas una vida cristiana, harás un rap cristiano y los católicos tenemos que estar ahí»[2].
Jesús Ortiz López
http://www.religionconfidencial.com/tribunas/Renacer-Esperanza_0_2682331760.html

Para entender “La alegría del amor” (I)

El concilio Vaticano II impulsó una transformación importante en el desarrollo histórico de la fe vivida. Se trata de una nueva eclesiología caracterizada por la comunión y diálogo tanto hacia dentro de la misma Iglesia como hacia el mundo moderno inmerso en grandes cambios. Todo lo que ha venido después se inscribe en esa atmósfera vital de apertura y servicio a cada persona, sin discriminación alguna.

Misericordia y esperanza

Unos años después se ha hecho más visible el rostro de la Iglesia mediante la misericordia y la esperanza, que afloró con Juan Pablo II y ahora brilla con el Papa Francisco. Y este es sin duda el marco de referencia de la exhortación postsinodal Laetitia amoris (LA), para captar su mensaje nuclear junto con los muchos matices y aplicaciones pastorales.
Vaya por delante que estas orientaciones son para todos y principalmente para los laicos, ayudados por otros agentes de pastoral, los sacerdotes y los obispos. No parece que el Papa Francisco pida un cambio de rumbo a los sacerdotes pero sí una sensibilidad pastoral nueva más personalizada a fin de integrar a cada uno en la fe vivida en las comunidades eclesiales, sean parroquias, movimientos, asociaciones y otras realidades de apostolado.
Conviene pensar atentamente  esta exhortación o invitación importante en el contexto antes señalado a la luz de la Familiaris Consortio, la exhortación postsinodal con Juan Pablo II –específica sobre el matrimonio y la familia- , de Humanae Vitae de Pablo VI,  y de la Lumen Gentium, citadas varias veces y mostrando la continuidad en la doctrina magisterial, con su llamada a la santidad para todos los fieles, la mayoría de los cuales están casados o tienen el matrimonio como proyecto natural de sus vidas. Ellos son los primeros destinatarios del documento, como señala el Papa Francisco invitándoles a meditar con atención particular los capítulos cuarto y quinto que hablan del amor matrimonial y del don de los hijos.
Merece ser destacado el capítulo segundo que hace una glosa de gran belleza y humanidad al famoso Himno de san Pablo en su primera epístola a los Corintios. Constituye el mejor elenco de virtudes que acompañan a la caridad vivida con el prójimo y específicamente en el amor matrimonial. Sin duda está lleno de esperanza con altura de miras, hasta el punto de resultar aparentemente inalcanzable en la convivencia matrimonial y humana, salvo que los protagonistas cuenten con la gracia de Dios recibida en los sacramentos del Bautismo, del Matrimonio, de la Reconciliación y de la Eucaristía.
Ese tierno amor matrimonial viene preparado durante el noviazgo y desarrollado en el matrimonio alimentándose del vínculo matrimonial surgido del libre consentimiento. Es algo a tener en cuenta tanto por las parejas como por los sacerdotes que acompañan en el itinerario vital hacia el amor esponsal, tal como indica la exhortación: «La pastoral prematrimonial y la pastoral matrimonial deben ser ante todo una pastoral del vínculo, donde se aporten elementos que ayuden tanto a madurar el amor como a superar los momentos duros. Estos aportes no son únicamente convicciones doctrinales, ni siquiera pueden reducirse a los preciosos recursos espirituales que siempre ofrece la Iglesia, sino que también deben ser caminos prácticos, consejos bien encarnados, tácticas tomadas de la experiencia, orientaciones psicológicas. Todo esto configura una pedagogía del amor que no puede ignorar la sensibilidad actual de los jóvenes, en orden a movilizarlos interiormente» (LA, 211).

Lo general y lo particular

Los padres sinodales abordaron la difícil tarea de conjugar las normas morales generales con las condiciones existenciales de las personas, y esto se refleja ahora en esta exhortación. Esto con la conciencia clara de que sólo con el seguimiento pastoral personal se puede dar solución real a las dificultades de un matrimonio o de una pareja determinada cuando se les invita a realizar un itinerario de fe vivida.
Este es el planteamiento conveniente para evitar interpretaciones reductivas de LA como si fuera un recetario de soluciones a determinados problemas actuales dentro de la Iglesia y en el conjunto de la sociedad. En efecto, señala en el capítulo octavo que la tarea de los sacerdotes es acompañar, discernir e integrar, y añade: «Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente todas las situaciones particulares.  Al mismo tiempo, hay que decir que, precisamente por esa razón, aquello que forma parte de un discernimiento práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la categoría de una norma” (AL, 304).
Al reconocer que nadie puede esperar una nueva normativa general de tipo canónico aplicable a todos los casos exhorta a los sacerdotes a saber conjugar las normas con las situaciones concretas de las personas, bien para alentarles en su camino de santidad vivido con generosidad en la Iglesia, o bien para acompañar a quienes están viviendo en situaciones difíciles, las familias heridas: una madre abandonada con hijos; un padre separado y sin recursos; un matrimonio divorciado; víctimas de malos tratos; parejas de hecho, etc. Siempre hay que ayudarles a comprender su situación y reconocer su grado de responsabilidad, acercarse a la vida de fe, y sentirse acogidos por la misericordia en la Iglesia a la vez que ellos intentan actuar con misericordia. En definitiva es una llamada para que todos lleguen a una mayor integración en la vida eclesial y acepten el amor de Dios en sus vidas. Por eso aparece con oportunidad la famosa ley de la gradualidad, subiendo más alto como por un plano inclinado, algo muy distinto de la gradualidad de la ley, como si las normas morales no fueran iguales para todos.
Así lo sintetiza la exhortación: «Invito a los fieles que están viviendo situaciones complejas, a que se acerquen con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que viven entregados al Señor. No siempre encontrarán en ellos una confirmación de sus propias ideas o deseos, pero seguramente recibirán una luz que les permita comprender mejor lo que les sucede y podrán descubrir un camino de maduración personal. E invito a los pastores a escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista, para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia» (AL, 312).
(Continuará)

http://www.religionconfidencial.com/tribunas/entender-alegria-amor_0_2694930503.html

Para entender «La alegría del amor». (II). La conciencia personal

El fulcro sobre el que pivotan estas exhortaciones es la conciencia personal como espejo de las normas morales, de la que afirmaba el Vaticano II: «En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla.
Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanta mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado» GS 16.
Un largo párrafo para resumir qué es la conciencia –el sagrario íntimo del hombre-; por qué debe seguirse –la voz de Dios resuena en ella-; por qué es el criterio inmediato de moralidad –refleja la ley natural que viene de Dios-; y la necesidad de formarse -poniendo los medios para no ignorar las propias obligaciones-, evitando el subjetivismo frente a las normas objetivas de moralidad. Y en esto todos somos iguales como manifestación de la dignidad humana. Precisamente lo expone el Vaticano II cuando trata del necesario respeto a la libertad religiosa para que cada uno actúe según la recta conciencia. Enseña, por una parte que todos los hombres deben buscar  y practicar la verdad, sobre todo respecto a Dios y la Iglesia, y por otra reconoce que «la verdad no se impone más que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas» (DH,1).
Se puede decir entonces que la respuesta personal pasa por una continua formación de la conciencia para actuar con rectitud delante de Dios, que en definitiva es lo que importa, y con ejemplaridad ante una sociedad que se aleja de Dios en los grandes capítulos de la vida, como son la fe, el sentido del matrimonio, la misericordia, y la fe en la vida eterna.
En efecto, la función de la conciencia apela a la sinceridad de vida, al conocimiento de las normas morales -empezando por la ley natural-, y a la prudencia para hacer actos buenos, en justicia y caridad verdaderas. Todos los santos, religiosos o laicos, han valorado mucho la atención espiritual de los sacerdotes para no ir por libre, y garantizar que sus obras son buenas a los ojos de Dios, para no caer en los engaños del subjetivismo.  Algo que señala con fuerza la epístola de Santiago: «Porque quien se contenta con oír la palabra, sin ponerla en práctica, es como un  hombre que contempla la figura de su rostro en un espejo: se mira, se va e inmediatamente se olvida de cómo era. En cambio quién considera atentamente la ley perfecta de la libertad y persevera en ella –no como quien la oye y luego se olvida, sino como quien la pone en práctica-ése será bienaventurado al llevarla a la práctica» (1,23-25). Y como resumen sobre la normatividad de la conciencia personal recuerda el Papa Francisco a los sacerdotes que «estamos llamados a formar las conciencias no a pretender sustituirlas» (LA, 37).

El matrimonio camino de santidad

Me parece que el hilo conductor del documento pastoral reside en volver a plantear la llamada a la santidad en el estado matrimonial como la dimensión básica del sacramento del Matrimonio en la Iglesia. Consiste en poner los medios para hacerla efectiva correspondiendo a las gracias de Dios y las luces de la Iglesia, que se hace existencial mediante la comunión eclesial porque nadie puede lucha en solitario ni las familias pueden encerrarse en sí mismas. Desde hace décadas esta es la feliz experiencia de tantos matrimonios que asumen responsabilidades en las parroquias y reciben formación y apoyos, y otros que pertenecen además  a movimientos y realidades apostólicas que para ser fuertes en la fe y testigos fieles del evangelio en el mundo. 
A ellos se dirigen las palabras del Papa Francisco en especial en el último capítulo cuando invita a vivir con esperanza secundando libremente los planes de Dios para cada familia: «ninguna familia es una realidad perfecta y confeccionada de una vez para siempre, sino que requiere una progresiva maduración de su capacidad de amar (...). Todos estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un más allá de nosotros mismos y de nuestros límites, y cada familia debe vivir en ese estímulo constante. ¡Caminemos familias, sigamos caminando! (…) No desesperemos por nuestros límites, pero tampoco renunciemos a buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido» (AL, 325).

http://www.religionconfidencial.com/tribunas/entender-alegria-II-conciencia-personal_0_2703929609.html

Valores cristianos: tan lejos y tan cerca

Lejos de nosotros pasan cosas importantes. Me refiero a la muerte del Magistrado del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Antonin Scalia, un buen cristiano y un buen ciudadano.
El funeral católico fue celebrado por su hijo sacerdote Paul quien destacó la fe de su padre que había recibido como un tesoro y un talento para dar fruto; ella alimentaba su paternidad y amor a su esposa; su entrega a la familia numerosa de nueve hijos; y su coherencia en su profesión.
Recordaba en su homilía que: «Estamos aquí reunidos por un hombre. Un hombre que muchos de nosotros conocíamos personalmente; otros sólo le conocían por su reputación. Un hombre amado por muchos, despreciado por otros. Un hombre conocido por las grandes controversias y por su gran compasión. Este hombre, naturalmente, es Jesús de Nazaret. Este es el Hombre que nosotros proclamamos. Jesucristo, hijo del Padre, nacido de la Virgen María, crucificado, sepultado, resucitado, sentado a la derecha del Padre. Es por Él, por su vida, su muerte y su resurrección por lo que no lloramos como los que no tienen esperanza y por lo que, confiados, encomendamos a Antonin Scalia a la misericordia de Dios».
Y añadía: « Además, le damos gracias porque le dio una nueva vida en el bautismo, le alimentó con la Eucaristía y le sanó con la confesión. Le damos gracias porque Jesús le concedió 55 años de matrimonio con la mujer que amaba, una mujer que le seguía en cada paso y le consideraba responsable».
Desde el ambón, Paul daba gracias a Dios por la vida de su buen padre: «Dios bendijo a nuestro padre con una profunda fe católica: la convicción de que la presencia y el poder de Cristo continúan en el mundo hoy a través de Su cuerpo, la Iglesia. Amaba la claridad y la coherencia de la enseñanza de la Iglesia. Atesoraba en su corazón los ritos de la Iglesia, especialmente la belleza de su culto antiguo. Confiaba en el poder de sus sacramentos como medio de salvación, como Cristo actuaba dentro de él para su salvación».
Destacaba un aspecto capital de su quehacer público al afirmar que «Él entendió que no hay conflicto entre amar a Dios y amar a la patria, entre la fe y el servicio público. Papá entendió que cuanto más profundizase en su fe católica, mejor ciudadano y servidor público sería. Dios le bendijo con el deseo de ser un buen servidor de la patria porque, antes, lo era de Dios».
Esto ocurre a miles de kilómetros de España -pero tan cerca por aquello de la aldea global- donde nuestros magistrados no suelen tener nueve hijos, no suelen ser católicos practicantes, y los que lo son de nombre no suelen ser coherentes con los valores de nuestra civilización cristiana, como la defensa de la vida. Porque entre los cargos importantes en la magistratura, en la política o en las grandes empresas, impera mucho miedo a nombrar siquiera al Dios cristiano, mientras se va extendiendo en la sociedad -institución a institución, persona a persona- el laicismo como interpretación falsificada de la aconfesionalidad del Estado español, establecida en la Constitución que dice: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones» (Art 16, 3).

Por qué creer hoy en Jesucristo

Creer en Jesucristo o no creer, ésa es la cuestión. Esto lo saben bien los obispos pues comprueban que los entusiasmos y grandes concentraciones no son suficientes, y que “la fe del carbonero” necesita profundizar en Jesucristo. Porque si el cristocentrismo no se hace realidad en la vida de los fieles ocupará poco a poco  su lugar el antropocentrismo moderno. Por eso la Conferencia episcopal española (CEE) acaba de publicar la Instrucción “Jesucristo, salvador del hombre y esperanza del mundo”. Vale la pena hacer algunas consideraciones.

Jesucristo es la clave universal

Se hace pública cuando se han cumplido 50 años de la clausura del Vaticano II que estuvo centrado en Jesucristo aunque no lo parezca a primera vista, ya que ha tratado de la divina Revelación, de la Iglesia y la santidad, y de su misión en el mundo; añadiendo además el ecumenismo, el apostolado de los laicos o la libertad religiosa. Sin embargo no son documentos sueltos pues el hilo que une a cada uno de esos documentos es Jesucristo de quien hace la siguiente declaración capital:
“Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época” (GS, 10).
Además, esta Instrucción de los obispos españoles sintoniza con otra anterior de la Congregación para la fe publicada en el Año Jubilar 2000, cuando se inauguraba el Tercer Milenio después de Cristo, centro de la historia, con la oferta de gran esperanza para el mundo. En él se dice que es contraria a la fe de la Iglesia “la tesis del carácter limitado, incompleto e imperfecto de la revelación de Jesucristo, que sería complementaria a la presente en las otras religiones. La razón que está a la base de esta aserción pretendería fundarse sobre el hecho de que la verdad acerca de Dios no podría ser acogida y manifestada en su globalidad y plenitud por ninguna religión histórica, por lo tanto, tampoco por el cristianismo ni por Jesucristo” (n.6).

La fe genuina en Jesucristo

La CEE ve necesario proclamar con claridad Quién es Jesucristo para que los fieles no caigan con buena voluntad pero ingenuamente en el relativismo religioso y moral, como si Jesús fuera un personaje más, y la Iglesia una oferta entra otras muchas también interesantes. De modo que las religiones formarían como un puzle con una imagen global de Dios. No es así, y por ello, este impulso a una fe auténtica en Jesucristo se centra en unas cuantas ideas clave del documento:
1. Jesucristo es el único Salvador para todos que se hallan como en camino a la plenitud de verdad en medio de tanteos y penumbras intelectuales y vitales.
2. El seguimiento vital de Cristo ha de ser completo: desde la Encarnación, nacimiento y ministerio público, hasta la Cruz y Resurrección gloriosa, terminada con su Ascensión al Cielo a la derecha del Padre, y el envío común del Espíritu Santo, consolador de los discípulos para siempre.
3. La Iglesia no puede dejar de anunciar a Jesucristo como único Salvador de todos los hombres, incluidos los quienes todavía no le conocen y siguen alguna religión o viven según su conciencia. Por eso esta Iglesia fundada por Jesucristo es camino universal de salvación, pues la ha dotado con la verdad plena y los medios de santificación, especialmente los sacramentos de la gracia. Y esto no va contra el diálogo interreligioso ni contra el ecumenismo, que solo se pueden dar desde la sinceridad de mostrar la propia identidad. Por todo eso la Iglesia de Jesucristo es misionera, a pesar de las incomprensiones y persecuciones actuales y a lo largo de la historia.
4. El misterio pascual es esencial para ser cristiano y consiste en la Cruz redentora y la Resurrección gloriosa. No se trata de creencias acumuladas por la Iglesia durante siglos como si fuera un proceso de de mitificación semejante al que se ha dado con algunas figuras más o menos históricas, como Buda, Nefertiti, Alejandro Magno, o César Augusto.
Así lo decía el Concilio Vaticano II: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. (..) Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual” (n. 22).
De modo que esta nueva Instrucción de los obispos invita a que cada uno examine la solidez de su fe, sin mezclas ni confusiones, conociendo el documento y después leyendo uno de los cuatro Evangelios para comprobar que las verdades de la fe responden a la vida de Jesucristo y de los primeros cristianos.

Luz ante las ideologías de la despersonalización

El conocimiento  y reconocimiento de Cristo no es una cuestión propia de teólogos o de gente de Iglesia sino que es vital para entender al hombre en el mundo actual. Grandes males han venido por menospreciar la dignidad de la persona humana con dos guerras mundiales en el siglo XX, motivadas por las dos ideologías de la despersonalización como son el nazismo y el marxismo, y ninguna ha muerto definitivamente, como podemos comprobar a diario.
Desde posiciones aparentemente opuestas coinciden en la despersonalización tratando a los hombres como números, convirtiéndolos en masa a la que se pude suprimir (como los judíos) o ser utilizados como carne de cañón (en Stalingrado). Ha sido un largo proceso de despersonalización que ha convertido a las personas en masa (como en el capitalismo consumista), y todo porque al principio se ha ignorado la dignidad de las personas y al final se les trata como animales (abejas, hormigas, insectos) porque lo que importa es la colmena, la raza, o la nación. Todo eso está en las antípodas de la antropología del Evangelio centrado en la Persona divina de Jesucristo, donde cada uno vale por ser imagen y semejanza de Dios, y miembro de Cristo, perfecto Dios y perfecto hombre.
Tenía razón el sabio pontífice Benedicto XVI cuando afirmaba que quien se arrodilla ante Jesucristo no se arrodillará ante los poderes humanos, pues reconoce su dignidad en la Persona divina de Jesús. Por tanto, esta Instrucción de los obispos españoles es oportuna y necesaria para superar el relativismo y defender la dignidad de toda persona humana, sin distinción de religión, color, sexo o edad, la concepción hasta la muerte natural. Sin Jesucristo todo esto se desvanece.
http://www.religionconfidencial.com/tribunas/creer-hoy-Jesucristo_0_2745925406.html

El valor de las cenizas

En el lenguaje jurídico un cadáver es un «bien movible de naturaleza especial»; se comprende la denominación pero no somos capaces de aplicarlo a nuestros seres queridos: porque son mucho más. Sin embargo la costumbre actual de incinerar un cadáver lleva a veces a tratar sus cenizas simplemente como un objeto movible para colocar en el cuarto de estar junto a unas fotografías de la familia.

Fe y sensibilidad
La Santa Sede acaba de presentar el documento «Ad resugendum cum Christo» sobre la inhumación (enterrar en la tierra o humus) o la cremación de los cadáveres: una invitación a reflexionar sobre el destino que damos a los restos mortales de los fallecidos. Hay aspectos de fondo y otros de forma, todos importantes.

De forma es que estas consideraciones están dirigidas especialmente a los católicos que quieren vivir su fe y aceptar las enseñanzas de la Iglesia, sin ponerse a la defensiva crítica ante sus exhortaciones. Y de fondo es la fe en Jesucristo resucitado que ilumina toda la vida de los creyentes en la tierra, así como la muerte y el tránsito a la vida eterna.

Las opiniones y la sensibilidad de cada uno son respetables, lo cual no quiere decir que siempre estén acertadas. Para algunos tener las cenizas de los padres bien juntas en la chimenea acompañadas de un bonito florero es muestra de cariño y de buen recuerdo. Sin embargo no se puede extrapolar como si fuera el mejor modo de rendir culto a los difuntos. Y habrá que dedicar alguna reflexión sobre la costumbre cristiana y las repercusiones para vida de fe. Porque esa custodia de las cenizas también la practican los budistas, sintoístas y otras religiones. Y entonces tendremos que pensar ¿en qué se diferencian las diversas religiones?, ¿acaso todas son equivalentes?, ¿nos apuntamos al supermercado de las religiones según el gusto y sensibilidad de cada uno? Y esto en un ambiente hasta ahora cristiano.

Cómo va la fe en la Resurrección
Desde los orígenes hombres han enterrado a los muertos mediante sepulturas más o menos elementales, como bien saben los arqueólogos, y cualquier persona que conoce las costumbres de los egipcios, de los íberos, o de los incas. Lo extraño ha sido conservar las cenizas entre cuatro paredes.
Y sobre todo, la fe en la Resurrección de Jesucristo es esencial para el cristiano, pues como escribe san Pablo a los corintios «si se predica que Cristo ha resucitado de entre los muertos, ¿cómo es que algunos de entre vosotros dicen que no hay resurrección de los muertos? Si no hay resurrección de los muertos tampoco Cristo ha resucitado. Y si Cristo no ha resucitado, inútil es nuestra predicación, inútil es también vuestra fe».

La Resurrección de Jesucristo es pues anticipo de nuestra resurrección, y mientras tanto el cadáver que indudablemente se descompone ha sido venerado en lugares sagrados específicos, como los cementerios, en tumbas, nichos o columbarios, que pueblan la vieja Europa, y que estos días visitamos como un acto de familia y de fe. De modo que aceptar estas indicaciones de la Iglesia viene a ser como un test para que cada uno y cada familia sepan cómo anda su práctica de la fe.
Ciertamente no sabemos los detalles de esa futura resurrección, como de tantas otras cosas, pero sabemos que Dios es poderoso para resucitar los cuerpos haciendo que el alma inmortal de cada uno vuelva a informar la materia para volver a constituir una persona determinada con su propio yo, alma y cuerpo. Los creyentes tenemos además  esperanza segura en que Jesucristo lo ha prometido y Dios cumple siempre sus promesas.

Si ahora se extiende la cremación como medio más práctico y económico habrá que estar atentos para no perder el sentido de fe en la resurrección y en la vida eterna. Y es de agradecer que la Iglesia recuerde estas verdades -que también son accesibles al sentido común-, en medio de una sociedad secularizada que pierde poco a poco, con gestos aparentemente inocuos, sus raíces cristianas.


Jesús Ortiz López


http://www.religionconfidencial.com/tribunas/valor-cenizas_0_2813718628.html