He leído acerca de un funeral
ofrecido por una joven fallecida de cáncer, con asistencia principal de sus compañeros
de máster. Hubo muchas conversaciones en voz alta, como si estuvieran en una
cafetería, mucho movimiento, mucha grabación en vídeo antes y en la Misa;
también buenas y emotivas canciones interpretadas por un solista con su
guitarra. Un par de chicas declamaron bien las lecturas con la Palabra de Dios
y luciéndose. Y una homilía simpática.
No me parece mal esta ambientación
y emotividad que para algunos es señal de nueva evangelización. Sin embargo, la
actitud de los asistentes parecía precisamente la propia de «asistentes» a una
manifestación de amistad, con un barniz vagamente espiritual. En realidad, apenas
han participado porque no se enteraron de lo que allí se está celebrando: el
misterio renovado de la Salvación ofrecida por Jesucristo como Cabeza de la
Iglesia en favor de toda la humanidad; y esto se aplica en cada funeral, y en
todas las Misas ofrecidas por los vivos y difuntos. Por eso echaba en falta el
sentido de lo sagrado precisamente en ese templo, la casa de Dios y la
presencia real de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía, algo que está ausente en
la vida de muchos jóvenes.
El riesgo de humanizar lo sagrado
es grande precisamente en esos contactos ocasionales -funerales, bautizos,
bodas- en que muchos jóvenes y mayores pisan una iglesia sólo como «asistentes»,
pues apenas tienen capacidad de participar -de tener parte- no solo en la
superficie sino en la realidad misma de lo más sagrado. Y los sacerdotes, y
allegados creyentes practicantes, tienen la oportunidad de abrirles nuevos
horizontes de conversión sin renunciar a la emoción, si es posible.
Hace poco atendí a unos cuantos
jóvenes que participaban en el funeral de un pariente relativamente joven y
fallecida también de cáncer. Algo captaron del carácter sagrado de la Misa. Antes
de iniciarla, el sacerdote trató de «poner en suerte» a los asistentes para que
guardaran silencio, se recogieron, advirtieran que estaban en un lugar sagrado
y a punto de participar en la Eucaristía, la renovación del sacrificio de
Jesucristo en la Cruz, hecho por amor, también por los que allí estaban.
Informó que desde hacía un rato un sacerdote estaba en el confesonario
dispuesto a administrar el sacramento de la Penitencia, perdonando los pecados,
para quienes -ya bien dispuestos- quisieran recibir con el alma limpia, emoción
y fruto la Sagrada Comunión. Y resulta que pasaron los suficientes como para no
dar respiro al confesor durante toda la celebración litúrgica. Desde luego, aquello
no rebosó emotividad ni hubo teatro, pero unos cuantos se reconciliaron con
Dios, y entraron en la liturgia respirando paz después de años. No está mal
para Navidad.
Jesús Ortiz López
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