sábado, 18 de enero de 2020

El Nombre de Dios


Los hombres religiosos musulmanes han buscado durante siglos los nombres de Alá y le reverencian con sumo respeto. No llegan a encontrar el centésimo nombre de Dios, porque es inabarcable, y la búsqueda incesante los mantiene pendientes de Alá.

El pueblo hebreo sí tiene el Nombre de Dios, YHWH: «Soy el que soy», que parece una tautología y sin embargo es lo más: el Ser Absoluto, la Aseidad, sin origen y no vinculado a nada ni nadie.

Los cristianos sabemos aún más, y lo hemos vivido en Navidad: Dios no está en el Olimpo ajeno a los hombres porque ha decidido implicarse directamente para salvar nuestra libertad de la esclavitud de los pecados. Jesucristo es la prueba máxima y definitiva del amor de Dios con sus hijos de adopción, verdaderos hijos en su Hijo Unigénito, un misterio también inefable que vivimos con naturalidad desde el Bautismo.

Irreverencias

Veo la portada de un disco de Rosalía que no guarda el respeto debido a las cosas santas. Aparece la cantante como un ser celestial rodeada de nubes, en medio de un halo de oro, con la paloma sobre su cabeza, y algún otro detalle desagradable e irreverente referido a Jesucristo y la Virgen. Lástima que para vender discos recurran a la falta de respeto y ofendiendo a los creyentes.

Precisamente el segundo mandamiento -tan olvidado- rechaza tomar el Nombre de Dios en vano como hacen tantas veces cantantes como Madonna o Rosalía. La formulación de este precepto del Decálogo menciona explícitamente poner a Dios por testigo de una falsedad ‑el perjurio‑, pero implícitamente también comprende otros pecados que atentan al nombre de Dios, como pronunciar este nombre sin respeto, blasfemar contra Dios o la Eucaristía, o hacer juramentos no necesarios.

Faltas de respeto a Dios y al prójimo

La blasfemia consiste en palabras o acciones que expresan o implican menosprecio por Dios, la Santísima Virgen o las cosas santas. Por su propia materia, que es el menosprecio -e incluso el odio a Dios-, se trata de un pecado grave. Sin embargo, en ocasiones la blasfemia se pronuncia sin plena intención de ofender a Dios, cuando una determinada persona está movida por la ira o por el mal hábito culpablemente contraído, pero contra el que se está luchando; pero, si no se ha retractado de ese mal hábito, no disminuye la culpabilidad, sino que la aumenta.

También rechazamos las palabras irreverentes tan frecuentes en famosillos en entrevistas, películas y galas, además de las imágenes como las ya mencionadas, que mezclan lo sagrado con lo mundano e incluso erótico. Entre nosotros nadie persigue a los blasfemos e irreverentes pero merecen el rechazo personal directo y el social, por falta de respeto a las creencias de los demás. Sin respeto a lo sagrado no hay respeto a las personas.  

Jesús Ortiz López


¿De quién son los hijos?


La ministra de Educación, la famosa Isabel Celáa, es madre de dos hijas, ya creciditas. Quizá se acuerde de la ilusión con que preparaba la cuna para ellas, antes de nacer; que las fue educando en principios, costumbres, y gestos según sus convicciones; que eligió para ellas el colegio privado que mejor le parecía, incluido el idioma inglés, naturalmente. Sin embargo, parece haber olvidado todo esto pues está segura de que «los hijos no pertenecen a los padres». No actuó de esta manera entonces, si bien hoy día es imposible pedir coherencia y a este tipo de políticos desmemoriados empeñados en imponer su ingeniería social.

¿El objetivo final?: configurar una sociedad de «familias», entendiendo por tales, cualquier ayuntamiento vital y sexual entre humanos. Porque, según ellos, «la familia tradicional» fomenta la homofobia machista, impide el empoderamiento de la mujer y los valores igualitarios (Irene Montero dixit), transmite valores permanentes y peligrosos para un Gobierno-Estado dueño de sus súbditos, y forma ciudadanos críticos con un «gobiernos progresista» ajeno a la verdad y al bien común.

Por el contrario, en la familia (no hay más que una) se transmiten los principios universales y permanentes (el demonio para el Gobierno progresista); se quiere a cada miembro por quién es y no por su voto; se vive la solidaridad y espíritu de servicio (ausente en estos políticos autosuficientes y mentirosos); educa ciudadanos libres e iguales (peligrosos para el Gran Hermano). Y sobre todo, en la familia no desestructurada crece el sentido religioso de la vida, la vida de fe católica, y se alimenta el alma que solo es de Dios.

Misteriosamente en algo tiene razón la inefable madre de familia y ministra de su Educación, Isabel Celáa, y es que los hijos no pertenecen en sentido absoluto a los padres. Y de ningún modo al Estado, tal como han pretendido todas las dictaduras a lo largo de la historia: los ejemplos se multiplican, como en el antiguo Egipcio, el pueblo azteca, la revolución rusa, los jóvenes maoístas o los jóvenes hitlerianos, la cuba de Castro, los fascistas italianos, o las juventudes franquistas, por no hablar de los esclavos en manos de los negreros norteamericanos y holandeses, portugueses e incluso españoles.  

Los padres con principios, y no digamos si tienen fe, saben que los hijos son un don de Dios y no un derecho suyo. Están agradecidos por esos hijos, se sienten responsables de sus vidas, defienden su integridad moral, y luchan para que los políticos inmorales no les roben el alma, y con ello la libertad y la felicidad. No se dejarán engañar por un Gobierno que emula a los emperadores romanos del pan y circo, cambiando ahora a sexo y televisión.

Jesús Ortiz López