lunes, 13 de noviembre de 2017

El Catecismo joven de 25 años



El Papa Francisco ha pronunciado un discurso para conmemorar el XXV aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica diciendo que ha nacido para iluminar con la luz de la fe las nuevas situaciones del mundo, enseñando las verdades de la fe y de la vida cristiana con la novedad en la continuidad como afirmaba Benedicto XVI.

Sin naftalina

La novedad en la continuidad es la clave para entenderlo y encontrar luces nuevas para impartir unas clases, una catequesis, o tener claridad sobre temas candentes: naturaleza del matrimonio, la defensa de la vida, la resurrección futura, los ángeles, o la murmuración.  En este sentido Francisco ha subrayado que el «depósito de la fe» no puede entenderse como algo estático, pues «la Palabra de Dios no puede ser conservada en naftalina como si se tratara de una vieja manta que hay que proteger contra los parásitos». Por el contrario, «la Palabra de Dios es una realidad dinámica, siempre viva, que progresa y crece porque tiende a un cumplimiento que los hombres no pueden detener».

Hoy día una persona de veinticinco años está ya situado en la sociedad con un poco de suerte. La vida es identidad y crecimiento con frutos pues si falta alguna de esta notas se ha petrificado o ha cambiado del todo dando origen a otra cosa, algo que por cierto no se da en el mundo natural porque lo engendrado es de la misma naturaleza que el generante, si nos atenemos al ser mismo y no a las adherencias ajenas que pueden incluso arruinarle. Y esto se puede aplicar al Catecismo en este aniversario pues sigue siendo joven a sus 25 años.

Recordemos que se tardaron  más de treinta años en su redacción consultando a expertos de todo el mundo, tanto en la teología y catequesis como en la pastoral. Y esta obra salió completa y práctica. Está presente la buena tensión entre novedad y continuidad que proclamaba el Vaticano II al afirmar que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre.

Anclajes para nuestro tiempo

En el tiempo desconcertado de la posverdad, que es la nueva máscara de la mentira, hay que agradecer al Catecismo que ofrezca asideros firmes para que los católicos sepamos orientar la vida, el trabajo y nuestro papel en la sociedad. No es sólo una defensa de las verdades de la fe hacia dentro sino una ayuda a la cultura actual que ha perdido en varios aspectos el lenguaje común para poder dialogar con las otras personas y culturas. En efecto, el Catecismo utiliza el lenguaje natural que llama a las cosas sencillamente por su nombre: naturaleza humana, alma, ley natural, amor humano, matrimonio, virtud, fidelidad, oración, etcétera.

Responde de este modo a los interrogantes de todas las personas, incluso las que todavía no conocen a Jesucristo. Por ejemplo: ¿Dios es todopoderoso también contra el mal?; ¿dónde está el origen del hombre?, ¿qué  hay más allá de la muerte?, ¿es posible la resurrección?, ¿para qué sirve la Iglesia?, ¿la democracia admite cualquier ideología?, ¿el matrimonio puede ser para siempre?, ¿el embrión es un ser humano?, o también ¿escucha Dios  nuestras peticiones? Y tantas otras.

La estructura del Catecismo y del Compendio muestran la unidad de la fe en sus principales facetas como compartida, celebra, vivida y orante, todo bien armonizado. Se reconoce la unidad del pensamiento sobre el hombre en el mundo, para superar la fragmentación actual del saber, que desorienta a muchos científicos y aún más a la gente común. Por ello es como un remedio para el agnosticismo, esa enfermedad del pensamiento moderno, que lo mantiene en la desconfianza de nuestra capacidad para hallar la verdad y vivir conforme a sus exigencias.

Curarse del animismo moderno

 Todas esas verdades tienen una profunda relación con Jesucristo puesto que es el centro del Catecismo y de la vida Cristiana: creemos en Cristo y en lo que nos ha enseñado; le "tocamos" en los Sacramentos recibidos dignamente; con el impulso de la gracia somos capaces de vivir en cristiano aunque nos cueste; y mediante la oración dialogamos con Jesucristo, y el Padre y el Espíritu Santo. Así aprendemos que la vida cristiana no es autocomplacencia del hombre, sino fiel acogida de la salvación que Dios ofrece haciéndonos hijos suyos en Cristo.

Sin embargo algunos confunden hoy la auténtica espiritualidad con un sentimiento ecológico convirtiendo la naturaleza en algo animista sin trascendencia que sustituye al Dios real. Entonces esa "religión" carece de contenidos de fe concretos, apenas incluye obligaciones morales y se apoya en las solas fuerzas humanas: es una elaboración de los hombres para los hombres. En cambio, el cristianismo es religión revelada por Dios personal, Uno y Trino, en la persona divina de Jesucristo, que enseña verdades bien determinadas contenidas en el Credo, concede la gracia eficazmente mediante los sacramentos como prolongación de la Humanidad santísima de Señor, y solicita nuestra libertad para cumplir fielmente los mandamientos de Dios.

Es una buena ocasión para comprobar que lo tenemos en casa y reconocer si lo consultamos para tener claridad sobre Dios y sus misterios, sobre la persona humana y su misión en el mundo actual, y sobre la rectitud moral con una conciencia bien formada.

Jesús Ortiz López


viernes, 3 de noviembre de 2017

500 años de una Reforma


Se ha cumplido el V Centenario de la Reforma impulsada por Martín Lutero, cuando el fraile agustino expuso sus tesis en la puerta de la Iglesia de Wittenberg. «Lo más importante era estar de acuerdo en lo que realmente se quería celebrar: no un recuerdo heroico de Lutero, sino una fiesta de Cristo», ha declarado monseñor Gerhard Feige como responsable de Ecumenismo de la Conferencia Episcopal Alemana.

Varias reformas
 
           Por primera vez los seguidores de Lutero acuden a Roma para esta conmemoración: desde el Concilio Vaticano II el acercamiento es un hecho en forma de buenas relaciones y de trabajos conjuntos como la Declaración conjunta sobre la doctrina de la justificación de 1999.

            Lutero tuvo el coraje pero también la impaciencia de romper con una mala situación en la Iglesia principalmente por tres grandes problemas: el bajo nivel espiritual de los sacerdotes y religiosos; su falta de formación moral con una vida poco ejemplar en muchos casos; y una disciplina eclesiástica poco seguida.  Los obispos eran más bien príncipes que, salvo excepciones, se ocupaban de sus intereses mundanos y descuidaban al clero y a los fieles. Y había que reaccionar.

Ahora bien, ya desde el siglo XI había empezado lentamente la reforma católica impulsada por el Papa Gregorio VII y otros antecesores, que aspiraba a la instauración en la sociedad –clérigos y laicos- de una vida conforme al Evangelio. Esto exigía una profunda renovación espiritual de toda la Iglesia,  en su Cabeza jerárquica y en los fieles. Se fueron restaurando las estructuras eclesiásticas y se buscó la elevación moral del clero. A Lutero por tanto hay que atribuir un giro radical a las reformas que estaban en marcha.

Debemos señalar también como cauces importantes la renovación llevada a cabo por las nuevas órdenes de observancia para volver a la Regla primitiva, como hicieron los dominicos o los carmelitas, y también el desarrollo de una buena teología en universidades como la de Salamanca y el convento de San Esteban, o en  Valladolid con el convento dominico de San Gregorio. Sin olvidar a los grandes santos europeos que alumbraron esas reformas con su vida ejemplar; en España fue el impulso sacrificado de san Pedro de Alcántara, santa Teresa de Jesús, o san Juan de la Cruz, entre otros muchos. Pues bien, todo ello desembocará en la gran reforma católica llevada a cabo por el Concilio de Trento, y sus frutos más visibles como el Catecismo para párrocos y los seminarios diocesanos para la formación de los aspirantes al sacerdocio.

Estocolmo 2017

Esa reforma impulsada por Lutero en tiempos difíciles afectaba a cuestiones de fondo que interesaban poco a los poderosos de la tierra pues se empeñaban en seguir con sus malos hábitos feudales. Entre esas cuestiones estaba el sentido de la Redención obrada por Jesucristo; la realidad de la gracia como participación en la familia de Dios; la fe y las obras; la eficacia sobrenatural de los sacramentos en la Iglesia; el sentido de las indulgencias y de la comunión de los santos… y en la base el sentido de la libertad humana. Todas ellas son cuestiones importantes que los cristianos no hemos compartido durante más de estos 500 años. 

            Gracias a Dios y al empeño de la Iglesia católica en fomentar el ecumenismo, secundada por las principales confesiones protestantes, ya hemos avanzado mucho durante el siglo XX y sobre todo después del Concilio Vaticano II, con progresos que se van notando cada día. A ello se refería la teóloga alemana Yutta Burggraf, fallecida hace seis años, en su obra divulgativa titulada «Conocerse y Comprenderse»,  porque ése es el camino que estamos recorriendo, como ha mostrado a comienzo de este año el Papa Francisco en su encuentro en Suecia con miembros de la confesión luterana.

Encuentro para unirnos (II)

El Papa Francisco y obispo luterano Munib Younan, presidente de la Confederación Luterana Mundial, han firmado el documento conjunto donde se reconoce que después del diálogo en estos últimos decenios del siglo XX los católicos y los luteranos «ya no son extraños» y aseguran que se ha aprendido «que lo que nos une es más de lo que nos divide», una frase que afortunadamente se viene repitiendo desde hace tiempo y que indica la voluntad de conocerse y comprenderse. También lamentan que luteranos y católicos hayan dañado la unidad de la Iglesia y se explica que «las diferencias teológicas estuvieron acompañadas por el prejuicio y por los conflictos, pues la religión fue instrumentalizada con fines políticos», una tentación histórica por parte de los príncipes de este mundo como ha ocurrido en el desarrollo de la reforma luterana. Añadían que nuestra fe común en Jesucristo y nuestro bautismo nos piden una conversión permanente, para que dejemos atrás los desacuerdos históricos y los conflictos que obstruyen el ministerio de la reconciliación, y el perdón entre hermanos que creemos en el mismo Jesucristo, único Salvador de los hombres.

Esa declaración común sirve también para expresar el compromiso de ambas Iglesias para «eliminar los obstáculos restantes que nos impiden alcanzar la plena unidad».  Manifiesta que muchos miembros de ambas comunidades anhelan recibir la Eucaristía en la misma mesa, como expresión concreta de la unidad plena,  algo que actualmente no es posible por razones de fe pues no coincidimos en algunos puntos importantes como el carácter de entrega sacrificial de Jesucristo en  la Misa entendida como la renovación incruenta de la Cruz, la presencia real permanente del Cuerpo de Cristo bajo las especies sacramentales y el culto eucarístico que de esto se deriva; o la naturaleza del sacramento del orden sagrado. Por eso coinciden en decir que «anhelamos que sea sanada esta herida en el Cuerpo de Cristo. Este es el propósito de nuestros esfuerzos ecuménicos, que deseamos que progresen, también con la renovación de nuestro compromiso en el diálogo teológico», tal como recoge el texto suscrito por los representantes de ambas Iglesias.

Los Papas del siglo XX desde Pío XI hasta Francisco han subrayado que Martin Lutero tenía fe en Jesucristo Salvador y en el papel de la Iglesia,  pero no podía aceptar las desviaciones prácticas contrarias al Evangelio de muchos eclesiásticos de entonces e incluso de la cabeza visible. También contribuyó decisivamente al encuentro con la Sagrada Escritura en la liturgia y acercándola al pueblo, gracias también a la aparición de la imprenta.

Todo ese planteamiento de fe no impide reconocer que Lutero contaminó más de lo que pensaba y contribuyó a romper la unidad de la Iglesia de Jesucristo, dejando heridos algunos aspectos de la fe y de la teología. En efecto, dividió a la Iglesia apartándose de Roma, alterando la doctrina que se mantenía hasta entonces por el Magisterio, y dañó la vida sacramental de los fieles al centrarse solamente en el Bautismo y la Eucaristía, y esto con matices, pues consideraba que la Confirmación, la Confesión sacramental, el Orden sagrado, el Matrimonio o la Unción no fueron formalmente instituidos por Jesucristo.

Falta de perspectiva de Lutero (y III)

Mons. Juan Antonio Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid, ha pronunciado una conferencia en el Foro Juan Pablo II de la basílica de la Concepción en Madrid, titulada «Lutero, ¿Reforma o Ruptura?». Y a propósito del aniversario 500 de la desunión creada por Lutero ha señalado que: «Un buen ecumenismo es una labor ineludible de los católicos. No podemos celebrar la Reforma como ruptura de la unidad de la Iglesia. Lo que celebramos conjuntamente es a Jesucristo en quien los luteranos creen. Antes de Lutero ya había en España una verdadera reforma». De eso estamos hablando aquí.

En efecto, esa reforma fue precedida por otras reformas verdaderamente católicas -señaladas ya en la primea entrega de este artículo- que corregían sin romper la unidad.  Esta reforma luterana en cambio dividió la Iglesia y convulsionó a las naciones de Europa; se sucedieron guerras de religión que fueron básicamente impulsadas por los intereses políticos de muchas regiones alemanas con sus príncipes a la cabeza para exigir más parcelas de poder,  todo frente al Imperio que apoyaba a la Iglesia romana. Aprovecharon así el revuelo causado por unas reformas necesarias en la Iglesia pero haciendo realidad una vez más el dicho popular «a río revuelto ganancia de pescadores».

Los príncipes alemanes encontraron en este enfrentamiento con la Iglesia de Roma una ocasión para sustraerse al poder imperial y ganar influencia en las Iglesias locales, atizando la violencia entre las zonas que seguían a Lutero y las que permanecían fieles al Papa. De este modo fue expandido el cisma y sembraron la destrucción con guerras de religión, alimentando el fanatismo como el de Cronwell,  y rompiendo la Europa de la cristiandad.

Lutero no puedo evitar que aparecieran entre sus seguidores multitud de divisiones –las diversas confesiones protestantes-, dando razón al dicho popular de que «quien siembra vientos recoge tempestades». Además de este error de fondo y de forma, con excesiva pasión personal, le faltó visión de conjunto. Es cierto que las obras para levantar la nueva basílica de San Pedro y otras basílicas en los Estados pontificios y en otros lugares, se prestaron a corrupciones, a simonía, o a la mundanización de los estamentos eclesiásticos y a inmoralidad.

Se puede decir que el Lutero de los comienzos estaba tan metido en la tala de muchos árboles enfermos no supo ver la amplitud del bosque. En efecto, recordemos que hacía siglos que la Roma decadente había sido arrasada por los pueblos bárbaros, dejando un montón de ruinas en piedras y desorganización social. Desde la Baja Edad Media se estaba levantando, con dificultad pero con altura de miras, un mundo moderno impulsado por la fe cristiana mantenida sobre todo por  la Iglesia romana. Las ruinas de Roma que hoy admiramos eran, en aquel siglo XVI, cementerios de una época muerta, pero estaba renaciendo el centro del mundo. De modo que Martin Lutero no tuvo la perspectiva adecuada, ofuscado por su innegable pasión purificadora que dañó seriamente a la Iglesia.

Han pasado quinientos años y nos emociona ver aquellas ruinas romanas, resto de una grandeza imperial superada pero sobretodo de la capacidad constructiva de la Iglesia universal. Pues no se trataba sólo de construir basílicas y catedrales sino de fortalecer la fe popular alentada por una teología que se reformaba desde antes de Lutero. Y a pesar de los pesares una persona culta y con fe puede estar agradecida hoy a las jerarquías eclesiásticas que impulsaron las bellas artes –arquitectura, escultura, pintura música- , así como las ciencias y el derecho, dinamizando la cultura como manifestación humana de la grandeza infinita de Dios. El Evangelio también se comunica con las piedras aunque tantas veces no sepan valorarlo los impulsores de una supuesta Iglesia de los pobres como le ocurrió a Lutero.

Jesús Ortiz López



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