Aquel profesor universitario mostraba la catedral de Sevilla y algunas iglesias cercanas a un joven compañero procedente de un país no cristiano que estaba admirado de la belleza del templo y de tantas obras de arte. Quiso confirmar su primera impresión sobre si las mujeres representadas en cuadros e imágenes eran divinidades o maternidades con una criatura en brazos (esto puede ocurrir ahora dada la ignorancia religiosa). El guía amigo le explicaba que no se trata de personas distintas sino de la misma Virgen María, venerada por los cristianos como Madre de Jesucristo, que los artistas imaginan en distintos momentos de su vida y según la sensibilidad de cada época.
En el museo del Prado de Madrid se expone
el cuadro de Velázquez que representa el misterio de la coronación de la Virgen
María con una gran belleza y perfección. Creemos los católicos que la llena de
Gracia y concebida sin pecado fue llevada por los ángeles a los cielos en
cuerpo y alma sin experimentar la corrupción, y lo celebramos en la solemnidad
de la Asunción que además en motivo de fiesta para muchos pueblos y ciudades
(aunque algunos no sepan qué están celebrando). El cuadro de Velázquez destaca
la Coronación de la Virgen como complemento de su Asunción como Reina y Madre
de los hombres. En efecto, las letanías que acompañan el rezo del rosario en su
honor la ensalzan como Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los
profetas, de los apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes
y de todos los santos.
La intuición del gran pintor apoyada en
la fe representa a la Virgen recogida con recato mientras el Padre y el Hijo y
el Espíritu Santo la coronan como emperatriz del universo en presencia de los
ángeles que le hacen la corte. La
composición destaca por su sencillez que sigue la regla áurea según la cual
cada gesto y punto están en su sitio en un equilibrio genial que transmite
perfección, belleza y fe.
Algunos expertos han explicado que el
juego de triángulos apenas perceptibles, así como los colores cárdenos evocan
el Corazón de María y el Corazón de Jesús que laten al unísono. Algo muy humano
y a la vez divino que contribuye a la devoción a la Mujer representada en el
Apocalipsis.
Una visión del Apocalipsis
En el capítulo doce el libro del
Apocalipsis acude a imágenes, acciones y símbolos para expresar algo inefable
aunque válido en sí mismo: «Un gran signo apareció en el cielo: una mujer
vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre
su cabeza; y está encinta, y grita con dolores de parto y con el tormento de
dar a luz. Y apareció otro signo en el cielo: un gran dragón rojo que tiene
siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas, y su cola
arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la
tierra. Y el dragón se puso en pie ante la mujer que iba a dar a luz, para
devorar a su hijo cuando lo diera a luz. Y dio a luz un hijo varón, el que ha
de pastorear a todas las naciones con vara de hierro, y fue arrebatado su hijo
junto a Dios y junto a su trono; y la mujer huyó al desierto, donde tiene un
lugar preparado por Dios para ser alimentada mil doscientos sesenta días.
Y hubo un combate en el cielo: Miguel
y sus ángeles combatieron contra el dragón, y el dragón combatió, él y sus
ángeles. Y no prevaleció y no quedó lugar para ellos en el cielo. Y fue
precipitado el gran dragón, la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás,
el que engaña al mundo entero; fue precipitado a la tierra y sus ángeles fueron
precipitados con él.
Entonces oí una gran voz en el cielo
que decía: «Ahora se ha establecido la salvación y el poder y el reinado de
nuestro Dios, y la potestad de su Cristo; porque fue precipitado el acusador de
nuestros hermanos, el que los acusaba ante nuestro Dios día y noche. Ellos lo
vencieron en virtud de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio que
habían dado, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte. Por eso, estad
alegres, cielos, y los que habitáis en ellos». ¡Ay de la tierra y del mar!,
porque el Diablo ha bajado a vosotros, rebosando furor, sabiendo que le queda
ya poco tiempo.
Cuando vio el dragón que había sido
precipitado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al hijo
varón. Y le fueron dadas a la mujer las dos alas de la gran águila, para que
volara al desierto, a su lugar, donde es alimentada un tiempo, y dos tiempos y
medio tiempo, lejos de la presencia de la serpiente. Y vomitó la serpiente de
su boca, detrás de la mujer, agua como un río para hacer que el río la
arrastrara. Y la tierra ayudó a la mujer, y abrió la tierra su boca y se tragó
el río que había arrojado el dragón de su boca. Y se llenó de ira el dragón
contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los
que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús. El
dragón se detuvo en la arena del mar.
La piedad cristiana ve en esa Mujer a la
Virgen María gloriosa que acompaña a su Hijo en el reinado del mundo. Pero hay
más: la exégesis suele decir que esa Mujer es la Iglesia destinada a dar a luz
a los hijos de Dios hasta el fin de los tiempos. Ciertamente sufrirá
persecución a lo largo de la historia pero las puertas del infierno no
prevalecerán.
Además, no hay oposición entre ambas
interpretaciones puesto que la María es Madre de la Iglesia, de todos los
salvados en la historia, y ha recorrido ya todo el curso de la salvación: ahora
reina en el cielo con majestad de Reina y Madre. La Iglesia peregrina ya ve en
la Virgen el camino y el final de la historia de la Salvación. La próxima
solemnidad de la Asunción celebra precisamente esa visión de María como la
mujer y reina del Apocalipsis.
El valor de la belleza frente al feísmo
«Tarde te amé, belleza tan antigua y tan
nueva, tarde te amé», exclamaba Agustín en sus Confesiones. Sí, los expertos
saben cuánto atrae el rostro hermoso de una mujer para hacer publicidad de un
perfume, de un disco o de un coche. Porque la belleza entra por los sentidos y
se dirige al corazón pasando por la inteligencia, y de este modo causa ese
agrado que permite trascender y superar la vulgaridad a la vez que nos proyecta
hacia la eternidad.
También es verdad que a veces la belleza
se pervierte con fines torcidos sin respetar la dignidad de las personas. Sin
embargo, Dios ama la belleza, Dios es el Gran Artista que nos atrae desde la
Creación a su Perfección divina. Porque lo que seduce y atrae de la belleza es
su origen divino, y «quien desprecia lo bello no puede rezar y será incapaz de
amar», como escribió el teólogo Von Balthasar. Valoramos tanto las imágenes
sagradas y la belleza de las catedrales: una larga historia de colaboración
entre la fe y el arte para educar nuestros sentidos y elevarlos hacia Dios.
Se trata de una belleza no hueca sino
consistente como es lo verdadero, lo bueno, lo real, y tratamos de educar el
buen gusto dado que no todo es opinable o igualmente valioso. Sobre gustos no
haya nada escrito, se dice a veces, aunque en realidad sí hay mucho escrito,
hay expertos en estética, hay unas reglas, y se puede cultivar una sensibilidad
personal que da plenitud a una persona.
Por desgracia actual hay intentos de
establecer un feísmo como algo rompedor y neorromántico, que puede hacer gracia
a algunos, sin darse cuenta del nihilismo al que aboca con frecuencia. Mientras
la belleza llena el corazón y eleva a la persona -una música, un cuadro, un
poema, un paisaje, una oración- el feísmo tiende a desintegrar y afecta
negativamente a la dignidad de las personas. Por ello es un deber cultivarse y resistir
a la vulgaridad sembrando el arte del buen hacer, aun sin ser artistas.
Volviendo a la Asunción y Coronación de
la Virgen podemos reconocer el servicio que la fe y la devoción popular hace al
arte, a la cultura, a la sociedad pues transmite para todos a través de la
belleza una antropología y una teología dignas de ese nombre, dignas de la
persona y dignas de Dios.
Jesús Ortiz López
No hay comentarios:
Publicar un comentario