martes, 12 de julio de 2011

Amar y ser amados


            En el año 1994 Juan Pablo II pronunció una homilía en la Capilla Sixtina con motivo de haber concluido las obras de restauración de los frescos de Miguel Ángel, primero las bóvedas y después el Juicio Final. En ese ámbito el Papa recordaba esa “teología del cuerpo” de que habló en varias ocasiones para explicar la idea católica del amor del varón y de la mujer, creados por Dios para ser felices alcanzando la perfección como personas con un destino eterno. Esas pinturas hablan con elocuencia  de la bondad del cuerpo y de la belleza de la persona, pero también de la caída original por autosuficiencia. Por ello el Papa afirmó a la vez la vocación al amor personificada en la figura de Jesucristo, que ha redimido al hombre entero, cuerpo y alma, y en él a toda la creación.


            Benedicto XVI ha publicado su primera encíclica titulada “Dios es amor” mostrando así la radical verdad sobre Dios en tres Personas pero un solo Ser, en eterna relación de conocimiento y amor.

            Es natural, por tanto, que la creación del hombre sea también obra de su amor, y que la vocación de todo hombre y mujer sea el amor. Sin embargo hoy día esta palabra está altamente contaminada, y sirve para lo más bajo o para lo más alto. Por ello las explicaciones del Papa teólogo ayudan a rescatar la verdad sobre el amor humano.

            Concretando esto en la sexualidad humana vemos que no es algo simplemente biológico porque afecta al núcleo más íntimo de la persona y abarca muchos aspectos como la afectividad, la capacidad de amar y de procrear, o la aptitud para establecer vínculos profundos de comunión con otro. Las diferencias físicas, psíquicas y espirituales del varón y de la mujer están orientadas a complementarse en el matrimonio que genera la familia. Porque esa unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Dios

            En este terreno la virtud o castidad consiste en la integración de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad de su ser corporal y espiritual. Se puede decir que la castidad es una afirmación del amor porque despliega la sexualidad que plenifica al hombre o la mujer con entrega de sí mismo, sea en el matrimonio o en el celibato. No consiste en la represión sino en el dominio de los impulsos desordenados por el pecado: la virtud de la castidad no se opone a la naturaleza sino al egoísmo más o menos velad.

            Frente al rechazo maniqueo del cuerpo, la doctrina cristiana enseña su bondad natural, y a la vez la necesidad de la templanza para que el cuerpo sirva al fin al que está destinado. Por eso la castidad implica un aprendizaje y el dominio de sí, una verdadera pedagogía de la libertad humana para que el hombre controle sus pasiones, mantenga el equilibrio y alcance la paz interior, frente al desequilibrio que producen las pasiones descontroladas. Y también por eso es muy importante dominar la tendencia hacia las cosas sensibles en los diversos campos, como el afán excesivo de comodidad, los caprichos, la gula, o la destemplanza en las bebidas. Toda esa lucha facilita el desarrollo de la virtud de la castidad, el equilibrio y el dominio de sí, y lo contrario va deslizando hacia la impureza que causa la ceguera del espíritu para las cosas de Dios.


            No es ocioso insistir en que esa virtud no es un prejuicio religioso, sino que se trata de una exigencia de la ley moral natural: la castidad es una virtud humana que deben practicar todas las personas si quieren vivir de acuerdo con su dignidad, puesto que la persona humana, alma y cuerpo, ha sido creada para amar. Por eso el apóstol Pablo invita a rechazar las falsificaciones del amor: «Huid de la fornicación. Todo pecado que un hombre comete queda fuera del cuerpo; pero el que fornica peca contra el propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?» [1]. Además, los cristianos encuentran en Jesucristo un nuevo motivo para vivir la castidad como donación sacrificada y alegre de sí mismos, pues en el Bautismo hemos sido revestidos de Cristo, modelo de toda virtud. Y así como la castidad forma parte de la templanza, con más razón está impregnada por la caridad, que es la primera virtud cristiana porque lleva al amor de Dios y del prójimo. 


            La natural unión sexual del varón y la mujer está ordenada al amor conyugal, es decir, se realiza de modo verdaderamente humano cuando es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen totalmente entre sí hasta la muerte. Y sólo dentro «los actos con los que los esposos se unen íntima y castamente entre sí son honestos y dignos, y, realizados de modo verdaderamente humano, significan y fomentan la recíproca donación, con la que se enriquecen mutuamente en un clima de gozosa gratitud»[2].

            Dentro del estado matrimonial, vivir la castidad lleva consigo que el amor conyugal esté abierto generosamente a la transmisión de la vida, sin poner obstáculos a esa confianza del Señor, que ha querido contar con la cooperación de los hombres para aumentar el número de sus hijos en este mundo. Porque el amor conyugal, de acuerdo con su naturaleza, está ordenado a la generación; hay «una inseparable conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador»[3].


            La sexualidad es una riqueza de la persona, que lleva al varón y a la mujer a la entrega de sí mismos en el amor, y esto requiere una continua educación de los sentimientos, del cuerpo y del espíritu mediante la santa pureza. Es tarea que dura toda la vida y que tiene exigencias concretas en cada época, desde la infancia y adolescencia a la senectud. Se trata de una tarea eminentemente personal de poner los medios para vivir y acrecentar la virtud de la castidad, contando siempre con el desorden de la concupiscencia y con la gracia de Dios. Pero también supone un esfuerzo cultural para valorar esta virtud sin poner obstáculos, especialmente a los más débiles como son los niños y los jóvenes.


            «Si Dios ha creado el cuerpo humano, ¿por qué hemos de cuidar el pudor? Juan Pablo II se plantea esa cuestión en las catequesis sobre este tema a las que antes me refería, y aporta una reflexión profunda. «¿Por qué ese cambio de significado? El cuerpo expresa la persona, el yo humano y, manifestándolo, hace de intermediario; mejor, hace posible la comunicación entre los hombres y mujeres según esa peculiar comunión querida por el Creador, que es el matrimonio. La desnudez física es, pues, expresión auténtica y verdadera de la persona si se ordena a esa comunicación, y pierde todo su sentido en la medida en que la excluye, la dificulta o sale de ese ámbito. Tras el pecado, al enturbiarse o envilecerse la mirada humana, al modificarse la actitud del corazón que busca -o puede buscar- poseer y dominar en vez de entregarse, el pudor y el recato se convierten en algo absolutamente necesario. La manifestación del propio cuerpo, o de otros cuerpos, cuando es indebida -en determinadas situaciones es no sólo legítima, sino obligada-, implica desconocer la dignidad del ser humano y, por tanto, en algún grado, la posibilidad de corromperse y de corromper a los otros. El pudor ante los demás y el respeto del pudor en los demás proclama y defiende la conciencia del valor del propio yo, de la persona, que no debe reducirse nunca a objeto»[4].



Tomado de la obra del autor: J.ORTIZ, Creo pero no practico, Eiunsa, 2010, 2ªed., pp. 136 y ss.

[1] 1 Co 6, 18-19.
[2]  Vaticano II. Const. Gaudium et Spes, 49.
[3]  Catecismo, 2363.
[4] J.ECHEVARRÍA. Itinerarios de vida cristiana. pp. 148-149.

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