lunes, 7 de noviembre de 2011

MÁS ALLÁ DE LA MUERTE


            J.L.Borges mostraba su desazón como descreído cuando dijo que tenía miedo a la inmortalidad, pues ya estaba cansado de ser Borges. Algunos no creen que la vida del hombre sobre la tierra se abra, con la muerte, a otro tipo de vida; no creen en la inmortalidad del alma, ni en la posterior resurrección de la carne. Estiman que, al morir, su vida desaparece para siempre como les ocurre a los animales; por eso se comprende que les falte sentido y busquen con avidez la imposible felicidad en esta tierra, sin lograr saciarse. Este es el gran error existencial de los materialistas a lo largo de la historia y también de tantos hedonistas de nuestra época. 

            Para un cristiano, en cambio, la muerte no es el fin sino el principio de la vida eterna. Esta seguridad nos ayuda a sobreponernos a la tristeza por la muerte de los nuestros, y también nos empuja a obrar rectamente, sabiendo que recibiremos bienes eternos. Vamos a referirnos con brevedad a las enseñanzas católicas sobre el cielo, el infierno y el purgatorio, según el juicio de Dios, que es infinita Verdad y Bondad llena de misericordia.

Realidades últimas

            Las verdades sobre la vida eterna no aparecen   como un meteorito errante sino que están vinculadas con otras verdades, que la inteligencia conoce iluminada por la fe. Entre ellas, recordemos el sentido de la victoria de Cristo sobre la muerte mediante su gloriosa Resurrección; la visión cristiana de la muerte en Cristo que se expresa en la Liturgia de difuntos; la Justicia y Misericordia de Dios que actúa con su providencia en la tierra pero que resplandecerá plenamente al fin de los tiempos. Y también la existencia de un Juicio final que completará el Juicio particular del alma al morir, semejantes ambos en cuanto a la sanción pero distintos en la forma y en su trascendencia humana. Además, el tiempo de la tierra, visto como un tiempo para corresponder a la gracia y para luchar por ser fieles a la vocación cristiana para santificar este mundo. Porque la esperanza teologal no nos aparta del mundo, sino que nos lleva a meternos de lleno en él para ordenarlo a Dios, lo cual requiere vivir el espíritu de las Bienaventuranzas enseñadas por Él.

             El Cielo contrasta absolutamente con la realidad del infierno, reservado a quienes voluntariamente se obstinen en rechazar a Dios y permanecer libremente en sus pecados, desoyendo tantos avisos de la gracia y de la Iglesia. Porque parece que algunos han pretendido instalarse en esta tierra como si fuera lo definitivo, desarrollando incluso ideologías para establecer el paraíso en este mundo sin contar con Dios, en una orgullosa exaltación de autonomía humana. Por ejemplo, las doctrinas hedonistas viven de espaldas a las necesidades del espíritu humano y construyen un hombre sin trascendencia. Y otras doctrinas materialistas han sometido a naciones enteras con la mentira y han realizado terribles daños en experimentos de ingeniería social, como el marxismo, el maoísmo o el nazismo.


Importa el Juicio de Dios

            Sobre el Juicio de Dios la Iglesia conoce que es doble en su forma, particular y universal, aunque no variará sustancialmente respecto al resultado.  Inmediatamente después de la muerte, el alma inmortal de cada persona es juzgada por Cristo en un juicio particular acerca de todos sus pensa­mientos, palabras y obras. Así lo enseña el Catecismo: «La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón , así como otros textos del Nuevo Testamento  hablan de un último destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros» (nº 1021).

            Por la fachada de poniente de muchas catedrales góticas entran los fieles a la casa de Dios a fin de celebrar los misterios sagrados que introducen en la liturgia celestial. Precisamente en esa fachada encontrarán tres puertas con la catequesis sobre el Juicio final, en el centro Cristo Pantoócrátor como Juez rodeado de apóstoles y bienaventurados juzga a los resucitados conducidos por ángeles. Unos gozarán de Dios porque a la caída de la tarde son juzgados en el amor que imperó en su vida. Pero también los artistas medievales explayan su fantasía en la descripción de los tormentos merecidos por los condenados a manos de horribles demonios, porque fueron hallados faltos del peso de la caridad.

Esa catequesis sobre la escatología se completa con una doble llamada a la esperanza en la singular mediación de la Virgen María. En el centro del rosetón, enorme ventana circular de gran colorido, aparece la Virgen entronizada con el Niño, rodeada de ángeles que tocan trompetas. Y más abajo en la columna o parteluz que divide en dos la puerta central hallamos también la imagen de la Virgen Madre para indicar que no se puede participar de la salvación sin su mediación en la Iglesia. No hay pues motivos para el temor sino razones para la esperanza en el Dios salvador de todos, y también porque tenemos en el Cielo la poderosa intercesión de la Virgen María ante su divino Hijo hasta que lleguemos finalmente a la Casa del Padre[1].


Jesús Ortiz López
Doctor en Derecho Canónico



[1] Cfr. J.ORTIZ, CREO PERO NO PRACTICO, Eiunsa, 2010, 2ª ed., pp. 66 y ss.




http://www.analisisdigital.org/2011/11/04/mas-alla-de-la-muerte/

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