Ocurrió
durante un mes de voluntariado en Nairobi, concretamente en un alojamiento para
niños enfermos de las Hermanas de la Caridad. Aquel joven se quedó bloqueado
pues nunca había visto nada igual, en cuanto a dolor y pobreza. Una de las
religiosas le indicó « ¿Ves a ese niño de allí que llora? Ahora tómalo con
cuidado y dale todo el cariño de que seas capaz». La criatura se durmió en sus
brazos mientras lo besaba y arrullaba. Poco después acudió asustado a la
hermana porque no respiraba, pero le dijo: «Ha muerto en tus brazos; y tú le
has adelantado quince minutos el amor que Dios le va a dar por toda la
eternidad». El muchacho declaraba después: «Entonces entendí tantas cosas: el
amor de mis padres, el amor de Jesús…, y que el Cielo se gana en la tierra,
cuando damos amor de verdad».
En el mes de noviembre la fe católica se
abre más a la realidad de la Vida eterna, que es mucho más que “el más allá”:
algo bastante indefinido, útil para quienes no conocen a Jesucristo pero
insuficiente para los creyentes. Porque la Vida eterna, dice el Compendio del
Catecismo, empieza inmediatamente después de la muerte, mediante el encuentro
purificador con Jesús, Juez y Hermano. El Cielo consiste en la felicidad suprema y definitiva de quienes
viven en comunión de amor con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo e
interceden por nosotros. El Infierno es también una realidad terrible que
consiste en el eterna separación del Amor de Dios; es el gran fracaso de la
vida de una persona que ha abusado de su libertad y ha cristalizado en odio en vez
del Amor. El Purgatorio es el estado de los que necesitan aún una purificación
antes de entrar en la eterna bienaventuranza. Y añade el Compendio que los
fieles que peregrinan aún en la tierra pueden ayudar a las almas del Purgatorio
ofreciendo por ellos oraciones de sufragios, en particular el sacrificio de la
Eucaristía, limosnas, indulgencias y
obras de misericordia[1].
Como
se puede ver, la fe en la Vida eterna está en las antípodas del Halloween, como
culto ancestral a los muertos, devenido en baile de disfraces con la
connivencia de los grandes almacenes. Los padres católicos enseñan a sus hijos
a vivir cara a Dios, es decir, disfrutando del mundo sin disfrazarse o
disfrazándose cuando les dé la gana, y sabiendo que la muerte no llega como
cazador sino como encuentro con Jesucristo, el Amigo amado. Por ello, el
católico no ve fantasmas, espectros en las almenas, ni apuesta por el
esoterismo o la teosofía, pues tiene bien claro que más allá de muerte está
aguardando el Dios Bueno y Justo, que da a cada uno según el peso del amor
puesto en sus acciones.
Ciertamente,
desde la época de las cavernas los hombres han dado culto a los muertos:
tenemos una fuerte aspiración a vivir más allá de la muerte y nos resistimos a
caer en la nada. Los hombres intuyen que después hay una vida misteriosa llena de
incógnitas. Sin embargo, decimos que la fe en Jesucristo encamina al Cielo, que
es la plenitud de la persona -unidad de alma inmortal y cuerpo resucitado- con
Dios. No somos números de la especie humana sino hijos queridísimos del Padre,
que nos espera a cada uno cuando traspasemos con Jesucristo el umbral de la
muerte.
Al cumplirse cincuenta años del Vaticano II podemos recordar
aquellas palabras de la Gaudium et spes
(Con gozo y esperanza),18: «El máximo
enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la
disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la
desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar
la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de
eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta
contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que
sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre».
Jesús
Ortiz
Entrevista en COPE sobre este libro al autor
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